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domingo, 6 de diciembre de 2015

Antonio y el mar


 

 

I

Estoy aquí, regresando por fin, tantos años alejado de mi Guaira, me detengo en la Guipuzcoana y hacia la esquina el viejo edificio Taurel & Cía., más allá Plaza Vargas, nuevas grúas y gigantescas en el puerto, los silos se conservan con la anuencia del viento, del tiempo, están. Camino y el bar aun funciona, allí donde todos los trabajadores portuarios formaban sus jolgorios vespertinos y hasta anochecer. El negro Orlando también tuvo muchos hijos y trabajó toda su vida en tres instituciones para poderlos mantener, lo recuerdo largo, espigado y dicharachero, buena persona fue él, supe de su muerte allá en mi auto exilio maracayero.

Sigo recto y se presenta ante mí lo que tanto buscaba, los recuerdos de los años 80´. La autopista tiene nueva redoma, quitaron la parada para Caracas, la plantica ya no está, tampoco el cine Lamas, pero si, la sanidad y la destrozada estructura del Inos como emblema del desastre ambiental. El deslave guaireño. Hicieron un gran boulevard por toda la costa, desde acá, culo del puerto hasta Punta Mulatos debieron llevarlo hasta el Pavero para que se uniera con Macuto y su siempre viva Quince Letras que conduce a Camurí Chico, qué hermoso sería. Tomo asiento frente a las costas, el mar explayado es mi visión, quise sentarme entre las piedras pero los muchos cangrejos no me dejaran meditar, opto por un banco donde la brisa convoca al pensamiento, a los recuerdos. Qué bella mi Guaira natal.

Extrapolando tiempos, entró en mí, gracias a la panorámica del entorno y la comparación. La añoranza o la nostalgia o la soledad pero también la alegría de saberse aquí y poder recordar insignes momentos de mis años idos.

II

Estuvo toda la mañana sentado en la plazoleta que está frente a la catedral que corresponde al a subida del Guamacho. Unos les llaman subida, otros, bajada, todo depende de que parte del barrio vivas o si eres o no de la zona. En la parada hay una taguara que tiene años vendiendo guarapitas caseras. El nombre del viejo se me olvidó pero es un local lúgubre envuelto en la desidia, con olores multisápidas que escalan desde el vómito hasta el licor dispensado. Los bañistas de la capital entran y salen rápido, compran, les gusta la bebida pero no así el ambiente caldeado de los tomadores alebrestados, que amagan y discuten de políticas u otras menudencias de su diario vivir.

Antonio se había levantado extraño, con una inclinación meditabunda, ensimismado. Salió de su casa rumbo a la plazoleta y tomó un banco para él solito.  Nunca antes estuvo tan extraño, los viejos conocidos le miraban desde otros bancos pero ninguno se acercaba a preguntarle, por el contrario jugaban a las apuestas, a ver cuánto tiempo tardaba Antonio en espabilarse de su actitud que para ellos, filosófica. A saber, Antonio jamás pensaba, fue pescador en su juventud y luego laboró más de veinte años en el puerto de La Guaira como caletero. Aún conservaba un abdomen de figura achocolatada, recio, duro, a su edad.

Mientras sus compañeros y vecinos de vida, observaban su desdén y apostaban, la catedral abría sus puertas haciendo sonar unas campanadas de invitación al rezo; el Apamate batía sus ramas al son de las brisas marinas. Antonio permanecía incólume, inamovible, enredado en sus pensares.

Alguien que cruzaba la plaza le dio una palmada en la espalda y pidió una bendición, y continúo. Era unos de los menores hijos, el negrito Samuel que trabajaba en los muelles refaccionando lanchas de la guardia costera. Antonio ni reaccionó, su cuerpo se movió como una baraja soplada por el viento mas permaneció en silencio. No dispensó la bendición y el muchacho prosiguió sin más.

Los viejos notaron que Antonio comenzó a ver las copas de los arboles, las lilas flores de los Apamates, los araguaneyes que caminan hacia el cuartel San Carlos, los pinos que apenas se distinguen por su verdor en las cúspides del camino de los españoles. Algo raro le sucede, rumoreaban entre ellos, pero ninguno se acercaba al magro cuerpo negro tallado con delgadez y ahora con sus rulos grisáceos de edad alcanzada. Todavía no se le movían los labios en tic nervioso como a muchos de ellos, ni le temblaban las piernas al caminar, ni le costaba doblar las rodillas o pararse del banco. Aun podía nadar largo y subir montañas a placer sin agobiante cansancio. Antonio parecía fuerte pero su debilidad estaba allí, donde no se ve pero se siente, se nota, al hablar divagando, la edad hacia mella sobre el hipotálamo de su memoria. Las lagunas mentales eran recurrentes, percibió ese cambio hace algunos meses cuando la negra Matea entró a su habitación con un tarro de café y él no supo en el instante quien era. Desde allí en adelante reconocía y dejaba de reconocer, se la aparecían imágenes como diapositivas de vida, se sentía navegando sobre un mar de inseguridades, esto le aterraba y entonces…

Sentía mucha soledad Antonio, aun con una familia extensa de más de cincuenta años de gestación. Observando el cerro recordó cuando en el peñasco del tanque se sentaba a contemplar el mar hasta que el atardecer con la fría niebla que soplaban los pinos le helaban la espalda conminándole bajar. Le encantaba ese azul majestuoso que besaba al cielo entre atrapadas pinceladas crepusculares que se estiraban y estiraban hasta ahogarse en las crestas orladas del vaivén marino. Desde allí, los reflejos amarillentos de la tarde que moría, iluminaban los sepias cañones herrumbrados del cuartel San Carlos. Ese caminito que se insertaba a las tres cruces, inflexión intencional de los españoles, hacia las montañas vía los pinos, las flores, los venados, Galipán… o al tanque bajando al Rincón y la catedral de Maiquetía o como ya se sabe, al cuartel San Carlos con bifurcaciones hacia las empedradas calles coloniales de la plaza José María Vargas, la Guipuzcoana, el correo postal y el culo del puerto de La Guaira donde los silos descansaban esperando trigos de allende mares. Mas allá, otras bifurcaciones nacían y bajaban, y surcaban y se alejaban hasta el mercado municipal de Punta Mulatos y el cementerio que vomitó los muertos cuando el deslave, arrojándolos al mar donde debieron estar sus cenizas desde hace mucho porque son cuerpos costeños cuyos sueños fueron siempre azules, azules como el cielo y el mar.

Ensimismado si, estaba en lo suyo, sus pensamientos que nunca antes había tocado, ni estando largas horas en amaneceres de pescas. Pasaban como mariposas revoleteando entre flashes luminosos de una bombilla, diapositivas de vida,  remembranzas sin fechas ni horas. En esos tiempos de aventuras y pescas, lo acompañaban algunos atrevidos compañeros y la botellita de jirajara o un ron caballito frenado para taparear el frio de las brumas nocturnas. Y en los muelles, menos que menos, moviendo conteiner  y cargas pesadas, laborar y laborar, no daban cabida sino a la acción. Por primera vez en sus setenta y dos años se metía dentro de él y eso porque se sentía desolado inexplicablemente, y necesitaba saber el porqué de su…

Antonio giró sobre sus nalgas y todos los viejitos lo veían; unos ciento ochenta grados sobre el banco y quiso mirar el mar, pero las construcciones tapaban toda panorámica, después del deslave y el lodo, la hecatombe, el destrozo, las muertes, los heridos, los desaparecidos; ahora las construcciones mal planificadas, sin estudios de impacto ambiental o social, tapaban todo y robaban a los lugareños las vistas del antes, de los antaños tiempos de unas costas empedradas, malecones bañados con el furor de unas olas que regaban hasta la autopista y los carros que pasaban. Ya no, las costas están más lejos, la plantica del Inos desapareció bajo las arenas, ya nadie pesca en las orillas ni vende sus pescados a los bañistas caraqueños, pero el azul sigue intacto y los muertos que le dieron brillo, están escondidos bajo las aguas, en el limo marino unen sus pieles y sus carnes, y sus huesos. Son más hermanos que nunca, son muertos.

-       ¡Espabiló…espabiló! -  Gritó un viejito tomando la apuesta de varias pullas de cobres sobre el banco

-       ¡no, no, noooo lo hizo! – tartamudeando el gallito Manuel

Y todos comenzaron a agitar sus manos temblorosas, soltando sus bastones, arrojándose los sombreros con palabras desaforadas entre voces viejas casi como bebés mascullando. Cuando la agitación cesó, ya Antonio no estaba allí, ninguno se percató hacia adonde había cogido. Unos fueron a la catedral, otros miraron calle abajo, otros ni pendientes siguieron en su rumoreo, pero lo cierto es que Antonio se fue y no supieron de él hasta ya entrada la tarde cuando los negritos bajaban en shores y sin camisas, apresurados, todos a las costas, familiares y amigos, jóvenes y viejos, todos a nadar.

La subida del Guamacho cumplió su función de bajada empinada y de pista ligera para alcanzar las costas sin retrasos. Muchos carros desaceleraban y otros se paraban para observar a esa cantidad de jóvenes arrojándose al mar pero con la angustia, la desesperación en sus rostros. Las gordas gritaban en la orilla, aupaban o apuraban a los jóvenes, lloraban de impotencia, ellas no llegaban a nadar tan lejos y tampoco la velocidad del nado se los permitiría. Fue la negra Ramona que lo vio lanzarse, desde allá arriba, lo vio lanzarse. Abrazaba a Matea, la negra de los muchos hijos, nietos, de Antonio. Los rulos canos se le veían amarillentos en el ocaso, el mar aun era azul en la tarde que moría, la negra piel de Antonio se veía lustrosa desde arriba como si hubiera tomado un baño de aceite de coco, era negro pulido.

-       Allá lejos donde están los barcos, lo ves? – comentaba una bañista caraqueña estacionada en la cuneta de la autopista

-       ¿Y quiénes son esos, los que van por él? – preguntaba alguien salido del carro reporteril del vespertino El Puerto

-       Si lo ves llorando, algo de él deben ser – replicaba algún mirón

-       Por supuesto – anotaba el reportero y daba órdenes al fotógrafo para que tomará las mejores fotos

Mas negritos se zumbaban al agua, parecían una manada de tijeretas revoloteando en las aguas, de nadar y nadar, algunos ya lo alcanzaban. Antonio rozaba el barco y se les resbalaba de las manos a sus perseguidores, desde acá no supimos si Antonio lloraba, desde acá no supimos de que hablaban, desde acá presuponíamos que sus hijos si lloraban en la desesperación de alcanzar al viejo padre que ellos amaban.

La lucha fue ruda pero entre todos los que hasta allá llegaron, con Antonio regresaron. Y los que hasta la mitad, esperaron, se unieron y venían escoltándolo como de si a un barco remolcado se tratará. Nunca vi tanta negrura en la playa en desesperación, nunca vi tanta muestra de amor a un padre y su creación. Nunca vi tantos vecinos suplicando salvación y perdonando. Nunca vi tanta celebración con tambores que vinieron de la sabana con más familiares de Antonio ¡Qué familia!

Y nunca supimos porque Antonio y su… desolación, decidieron tal locura, locura que jamás recordó.

Augusto Plasencia.

EPEV2015.

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